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¿Qué tienen que común las risas, las lágrimas y los monos? Una simple postura de defensa

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papá riendo hija llorando

¿Te has parado a pensar en lo poco que se distinguen la risa y el llanto? En ambas situaciones, los gestos que hacemos resultan semejantes. Ojos entrecerrados, enseñando dentadura, mejillas alzadas, torso henchido…. Si bien es verdad que no siempre soltamos alguna lágrima cuando nos tronchamos, llorar y reír comparten, casi, un mismo rito.

El porqué se encuentra en la conclusión a la que ha llegado Michael Graziano, profesor de neurociencia de la Universidad de Princeton, en su último ensayo. Según el neurocientífico, la forma en la que reímos, lloramos e incluso sonreímos deriva de un mismo acto evolutivo. Se trata, nada más y nada menos, de la postura de defensa que adopta el ser humano al sentir una amenaza.

Graziano no ha sido el primer científico en darse cuenta de las similitudes que existen entre una persona que se parte de risa y otra que llora como una magdalena. En 1872, Darwin ya intuyó que todo el mundo parecía reaccionar de la misma forma cuando se divertía o se angustiaba. De ahí que asegurara que ambos comportamientos provienen de un mismo acto evolutivo.

reírse

Esta idea la recuperó en los años sesenta Paul Ekman, un psicólogo estadounidense que desechó el argumento de que reír y llorar formaban parte de las señales de comportamiento que adquirían los seres humanos por cuestiones culturales. Y es una teoría que ha vuelto a recuperar Graziano, tras haber comprobado en un estudio que los movimientos que emplea el ser humano para defenderse de un ataque se parecen bastante a cómo ríe o llora.

La clave para entender tal afirmación se encuentra en el bien conocido espacio personal. En la década de los cincuenta, el etólogo Heini Hediger fue el primero en darse cuenta de que los animales suelen tener un espacio a su alrededor que, conforme se estrecha, le advierte de una posible amenaza. Y lo mismo le ocurre al ser humano. Así lo demostró en los sesenta Edward Hall, según el cual cada uno de nosotros contamos con nuestra propia zona protegida que se estrecha cuando estamos nerviosos o detectamos algún peligro.

Por otro lado, nuestros antepasados solían pelear con sus iguales, al igual que los simios. Confrontaciones que para nada pretendían herir al otro, sino más bien mejorar sus capacidades. Eran, en palabras de Graziano, “peleas de juego”. Para ganar, el chimpancé, orangután, gorila o persona de turno tenía que golpear alguna zona vulnerable del cuerpo del oponente. Un contrincante que, probablemente, entrecerraba los ojos, enseñaba los dientes, alzaba las mejillas y henchía el rostro. En definitiva, que adoptaba una posición defensiva.

chimpancé

Si uno de ellos lograba estrechar la esfera personal del oponente y alcanzaba alguna parte delicada de su cuerpo, el otro lanzaba una especie de señal que confirmaba al ganador que, efectivamente, había traspasado las barreras y había vencido. Esa señal evolucionó de un ruido a una simple risa.

“La risa puede funcionar como una especie de recompensa social. Reímos a las bromas de la gente y la creatividad como una expresión de apoyo y admiración”, indica Graziano. “Cuando reímos, ¿no es eso una señal de ‘me tienes, ganaste un punto por tu creatividad en una lucha de juego mental’?”

Con el llanto sucede algo parecido, pero esta vez no es una forma de recompensa por haber superado las barreras del oponente, sino más bien una búsqueda de consuelo. Así lo vio, en los años sesenta, la naturalista Jane Goodall con los chimpancés. No siempre las “peleas de juego” eran del todo inocentes. Cuando un chimpancé dañaba a otro, rápidamente intentaba compensar el dolor de su compañero de juego aproximándose ‘amistosamente’ a él.

niño llorando

En el resto de los simios se daba una circunstancia parecida, aunque no en todos ellos las lágrimas hacían acto de presencia. El llanto es una característica propia del ser humano, como señala un reciente estudio de Michael Morgan y David Carrier, investigadores de la Universidad de Utah.

De acuerdo con los científicos, la forma de los huesos de la cara podría haber evolucionado a partir de una repetición continuada de puñetazos. Es decir, nuestros antepasados solían arreglar sus diferencias a base de golpes en la nariz, activando así los lagrimales. Una señal perfecta para mostrar al resto que necesitábamos consuelo.

Ya lo veis: la evolución ha querido que estos dos polos opuestos compartan un mismo origen. Quién iba a decir que, detrás de un chiste, hay toda una pelea.

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Con información de Aeon, Eduard Punset, y Psychological Science

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