Ahora los puedes trasladar a todas partes, te permiten comunicarte con caritas amarillas sin tener que recurrir a las palabras y sirven para registrar tu vida a ritmo de ‘selfie’, pero no siempre fueron así. Echar un vistazo al pasado ayuda a ser conscientes de la suerte que tenemos al poder disfrutar de teléfonos que, simplemente, no tienen cables.
En el siglo XIX, la creación de un aparato que permitiera comunicarse en la distancia transformando las ondas sonoras en señales eléctricas supuso toda una revolución. El italiano Antonio Meucci fue el primero que conectó dos habitaciones gracias a su novedoso sistema, el teletrófono, presentado en 1860.
Sin embargo, fue Alexander Graham Bell quien patentó el invento 16 años más tarde y se quedó con todos los honores. El italiano lo demandó por fraude y falsedad, pero acabó muriendo arruinado: no ha sido hasta el siglo XXI cuando el Congreso de Estados Unidos ha reconocido a Meucci como el padre del teléfono. Así que los ancestros de nuestro teléfono inteligente nacieron con polémica.
Más allá del polémico nacimiento del ancestro de nuestro ‘smartphone’, lo cierto es que Graham Bell fue el primero en crear un prototipo de teléfono que se llegaría a comercializar de forma rentable. El funcionamiento de su criatura era sencillo: una membrana vibraba con la voz, tocando una pieza de hierro. Cuando la membrana y la pieza metálica se ponían en contacto para vibrar, un electroimán situado a su lado variaba su campo magnético, induciendo una corriente eléctrica.
¿Quieres llamar? Da vueltas a la manivela…
En aquel momento, los aparatos también necesitaban aportar la energía necesaria para establecer la comunicación, así que los conocidos como teléfonos de batería local se alimentaban a base de pilas. Sin ir más lejos, el Gower-Bell, uno de los primeros modelos que se utilizaron en Europa, albergaba su batería dentro de una caja de madera.
Para utilizarlo, había que colocarse un auricular en cada oreja y hablar sobre la caja, que hacía las veces de micrófono. Precisamente por eso se pusieron de moda los teléfonos que se colgaban de la pared, más cómodos que los situados sobre una mesa. Obviamente, la caja también encerraba otra serie de componentes, como los timbres que sonaban al recibir una llamada.
Ahora bien, los primeros teléfonos ni siquiera permitían llamar a cualquiera: la comunicación solo se establecía entre dos aparatos conectados entre sí por hilos de cobre. Al principio, tener uno era un lujo solo apto para las clases privilegiadas, pero cuando creció el número de usuarios ese detalle de funcionamiento comenzó a ser un obstáculo.
El problema se solucionó a finales del siglo XIX con la instalación de centralitas telefónicas manuales a las que se conectaban los abonados. Aunque jamás hayas tenido que recurrir a ellas, seguro que sí te son familiares las imágenes en blanco y negro de las operadoras sentadas ante los cuadros de conexión, moviendo cables de un sitio a otro en hipnótica asincronía.
Algunos teléfonos empezaron a incluir entonces un sistema de magneto para comunicarse con la centralita, cuya función no era otra que generar corriente alterna para producir la señal de la llamada. Al hacer girar la manivela del magneto, se generaba una tensión eléctrica en una bobina y un gancho conmutador, situado en el interior de la caja, permitía prolongar el circuito hasta la centralita. Allí provocaba la caída de una chapa identificativa o el encendido de una luz en la mesa de conexión.
Era entonces cuando la operadora tenía que introducir una clavija en el conector del abonado que realizaba la llamada para preguntarle dónde deseaba llamar, e introducir otra clavija, unida a la del abonado emisor, en el lugar correspondiente. Sin duda, se trataba de un proceso infinitamente más tedioso y menos privado (la operadora podía escuchar la conversación) que llamar a alguien con nuestro ‘smartphone’.
… o gira un disco de marcación
Con el paso de los años, apareció un nuevo avance que reemplazó al sistema de magneto: el disco de marcación. Los primeros teléfonos automáticos Bell con este sistema se estrenaron en Canadá allá por 1924 y se popularizaron en las décadas siguientes. De hecho, algunos llegaron hasta las últimas décadas del siglo (como esos teléfonos de baquelita ‘beige’ o negros que incluían este sistema en casa de muchas abuelas). Al destriparlo, se podía comprobar que no había pila ni batería alguna: apodados como teléfonos de batería central, la propia centralita suministraba la energía necesaria para hacerlos funcionar.
No obstante, en caso de no haber destripado nunca uno, puede que sea complejo comprender su funcionamiento. De hecho, cuando aterrizaron en España, también incluían instrucciones de uso que detallaban gráficamente cómo meter el dedo en las muescas para hacerlo girar en el sentido de las agujas del reloj y marcar la siguiente cifra “cuando el disco haya vuelto a su primitiva posición”. Cada recorrido del disco producía un determinado número de pulsos eléctricos.
En nuestro país, los más famosos eran los de sobremesa de la compañía Standard Eléctrica, fundada en 1926, el mismo año en el que se creó la primera central automática que no precisaba de operadoras. Hasta los 60, estas centrales utilizaban el sistema de conmutación ‘rotatory’: los pulsos eléctricos hacían girar hasta un determinado ángulo una serie de ejes para posibilitar la comunicación entre los abonados.
Poco a poco, la revolución electrónica supuso el fin de los teléfonos de discos, que los amantes de lo ‘retro’ aún hoy coleccionan, y también de las centrales con operadoras. Eso sí, en España la última centralita manual, situada en Polopos, un pequeño pueblo granadino, no cerró hasta finales de 1988. Fue entonces cuando la operadora dijo “aquí Polopos” e introdujo la clavija en la centralita por última vez.
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Las imágenes son propiedad de kpirat y Wikimedia Commons (2, 3, 4 y 5). Con información de Hoja de Router, El Mundo, Museo Cerralbo, El Español, Wikipedia, Colgadotel, Oficina Española de Patentes y Marcas y El País.
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